16 de enero de 2010

MIGUEL OSCAR MENASSA - POSIBLEMENTE UNA POETICA - 1978

Giros de viento, o bien, ráfagas de pequeños corpúsculos acerados hacia la muerte, desviaron nuestro destino.

Somos, desde hace dos años, extranjeros a todo.

Iremos perdiendo con el paso de los días la calidez de nuestra mirada, aquel calor, ardiente en nuestros ojos, cuando vivíamos en una tierra, cuyos olores en plena primavera, olían, el olor de nuestro cuerpo.

Éramos, antes de la catástrofe, antes del estallido en mil fragmentos, personas normales. Médicos, amantes de la libertad. Escritores, amantes de la libertad.

En fin, en general, éramos sórdidos amantes de la libertad. Señoras y señores, padres e hijos de familia y teníamos un porvenir asegurado.

Un poco de locura, nos decíamos, a nadie le hace mal. Y nos encerrábamos en grandes alcobas solitarias, para decirnos que la locura era contagiosa y nos reíamos y buscábamos el sol, entre las piernas de nuestras mujeres, y éramos felices. Y mientras éramos felices nos dimos cuenta de que buscar el sol, era para encontrarse empecinadamente con la noche.

Amar el sol era también amar la terquedad de su dialéctica. Aparecer y desaparecer. Encuentros luminosos para, después, sumergirse cada vez más profundamente en el vacío de la noche.

Alguna ausencia inesperada, algún cuerpo pudriéndose repentinamente bajo el sol, marcaban el paso de los años.

De decepción en decepción, nos fueron enseñando que nada teníamos. ¿Para qué hablar? entonces nos decían, ¿para qué pedir?

Y nos fueron encerrando en nuestro propio cuerpo, y en nuestro propio cuerpo fueron marcando a fuego sus tablas de la ley y sujetados por la increíble ilusión de no morir, casi nos matan.

Un fuerte y helado silbido nocturno, para siempre. Una incuestionable noche sin fin. Una detención brusca y mortal, -insostenible para nuestro cuerpo-, en manos, donde habíamos entregado nuestra vida, para no morir.

Ser esclavos, quedaba claro, no era suficiente. Y, entonces, fue el temblor, un temblor cósmico, más allá de nuestra razón, más allá de nuestra locura.

Más allá de todas las palabras pronunciadas y, sin saber qué hacer, temblorosos entre los escombros, nos tocó zarpar.

Y zarpar fue estallar en mil fragmentos de oro líquido por el mundo.

Y zarpar fue no poder volver nunca al mismo sitio, no poder volver nunca al mismo tiempo.

Si algo buscamos, buscamos todo lo que nos falta, no sólo el inconsciente. No sólo los tibios perfumes de nuestra infancia. No sólo el aleteo fugaz de un deseo prohibido. Queremos tener, entre nosotros, toda nuestra vida.

Un cuerpo hecho a los avatares de los destinos, una palabra, más cerca de la sangre que de las palabras.

Entre nosotros, queremos tener -como la flor azteca creciendo en el desierto, como una incierta luz, en plena oscuridad- algunos versos inolvidables.

Sabemos, sin embargo, que vivir siempre es un proyecto delirante.

Todo está bien y todo está mal.

La mujer, el hombre, debate su ser entre las pocas palabras que conoce.

Una especie de pequeña oración en medio del tumulto. Un pequeño dios a punto de morir, contra la inmensidad de las partículas atómicas, creciendo por doquier.

El sangrante búfalo de plata a punto de extinguirse, última manada de luz, al borde del fusilamiento. Al borde propio de pronunciar sus primeras palabras: Estamos. Fuimos lo que muere del hombre. La soledad.

Y un resumen es, también, un pacto con alguien. Una reconciliación de la letra con la política.

Yo es cero, no tiene explicación. No se puede reducir a nada que termine. Tampoco, al universo. Candado de apertura, yo es cero, es puesta en escena de lo que recién comienza.

Estamos en la época del temblor. El que habla tiene una prenda. El que escribe es un solitario.

Estamos en una edad, donde lo verdadero se confunde con la acción, el resto, por ahora, debemos saberlo, psicoterapias para las almas inexpertas, para los que aún, sin quererlo, y como soportando una desgracia, sostienen la ideología dominante.

La Gran Ideología, la que viene impresa en las proteínas de la leche.

Y acción querrá decir, entonces, transformación radiante, verificable en el campo de las relaciones sociales, donde, ya dijimos, se desarrolla la ética de los poderosos.

En cuanto al psicoanálisis, al marxismo, a la poesía, decimos que son, sólo, instrumentos de conocimiento. Entre nosotros, no es preciso que se salve nadie.

Los fusiles, las religiones, la pobreza, son patrimonio de una dialéctica asesina. Donde lo que se legaliza es la esclavitud y la pena de muerte.

Y un amor, codificado en el terreno de la fidelidad y la seguridad, hablan, claramente, de los efectos sobre el hombre de una dialéctica, que no acepta, ni aún en sus transformaciones, la existencia de más de dos términos. Donde uno tiene el don y, el otro, el deseo.

Una teoría construida por indígenas frente al descubrimiento de la posibilidad especular.

Una religión construida sobre el miedo a la muerte da, como resultado, una sociedad esclavista, donde el goce tiene que ver siempre con la muerte, porque el deseo lo tiene el que no sabe, el que no tiene, el que no duda, en fin, el deseo lo tiene un perfecto idiota, condenado a muerte.

Donde el saber tiene que ver con el poder ya que, el que puede, por poder, no desea y sabe.

Como vemos, una teoría del dolor, en todas direcciones.

Nos oponemos a todo. La nada, también queda cuestionada.

De las drogas aceptamos, todavía, algunos de sus usos médicos. En general, las drogas, prometen una resolución por vías más rápidas que las habituales. Y si bien es cierto que lo habitual no tiene porqué ser modelo de vida, también es cierto, que no se conoce ninguna droga que haya solucionado el problema del tiempo.

Decimos que cualquier droga, también el alcohol, cuando trata de ser más que una escaramuza del saber, se esteriliza, se pudre, exactamente igual que la mujer amada muerta entre los brazos.

La necrofilia queda prohibida en todos los casos. Y de la sexualidad actual pensamos, que está organizada sobre los pilares de la oferta y la demanda.

Heterosexualidad y homosexualidad son, claramente, formas de una dialéctica, donde lo femenino y lo masculino (en última instancia dos organizaciones sindicales) rigen el destino de la humanidad.

El amor, como vemos, no existe. Por ahora existen las reivindicaciones. Al hombre, a la mujer, aún no le ocurre nada.

Hoy cumplo 38 años y, al cumplir 38 años, lo único que veo claramente es, cómo la gente se mata por doquier.

Tomar una posición, desde hace unos siglos a esta parte, es decidir a quién se va a matar, o bien, si uno es un simple ciudadano, decidir en manos de quién se va a morir.

Un mundo perverso, insisto, donde todo tiene que ver con la muerte. Por ahora, no quiero tomar ninguna decisión. Matar o morir, dos formas de vida, que tampoco me interesan.

38 años, y pongo nuevamente mi vida en cuestión.

¿Cómo quiero vivir? ¿Qué es vivir?

Y así voy por la vida, sintiendo que no quiero ser un borracho, y no quiero ser un drogadicto, y no quiero ser un científico, y no quiero ser un poeta, y hombre y mujer me parecen demasiado poco para el hombre. Y las familias monogámicas me dan asco y los putos también.

Defender, en general, no defiendo a nadie.

La religión se hunde entre cuantiosas cifras. Las matemáticas desbordan su posibilidad de transformación de lo real, con el paso de los años serán un dogma.

El sol se extingue. La energía atómica escapa a todos los controles. Hiroshima se olvida. Rusia retrocede. Y los famosos tigres de papel están a punto de comerse parte del arroz.

La humanidad toma un rumbo desconcertante, y eso me desborda.

Querer, quisiera llevarme bien con alguien y, sin embargo, escribo que el vaivén de la intersubjetividad es demasiado familiar para el gran mundo.

Eso me parece.

Prefiero confiar en mi fuerza de trabajo y, sin embargo, mi escritura es sanguínea, vital, difícil de vender.

La literatura no me interesa y la vida no sé bien lo que es.

A veces, pienso: la vida todavía no ha comenzado.

Ser una brisa o bien, ser una ráfaga son, por ahora, las tan naturales ambiciones de cualquier pasión.

El hombre se debate, quiere ser y no puede. Puede y, cuando puede, ya no le interesa.

Los ojos, la boca, el ano, un alma abierta, o bien, un corazón cerrado son, todavía, los límites de dicha imposibilidad.

Agujeros demasiado pequeños para que el hombre caiga por ellos en el ser.

Agujeros demasiado pequeños para que, por ellos, entre la humanidad en el hombre.

Sangre y vergüenzas, leches marinas, pechos turbulentos para las bocas más sedientas, opulento semen ascendiendo por las nacaradas paredes de tu celda son, todavía, tan sólo onomatopeyas de lo humano.

Un intento, vano como otros, de capturar, con el nombre, lo nombrado.

Mi tiempo no responde a ninguna cronología. Mi tiempo, más que transcurrir, estalla.

Más que transcurrir lentamente, mostrándole al pequeño hombrecito, que la vida pasa, el tiempo es, un invento de la crueldad del hombre, contra sus propios sueños.

Un límite preciso: la noche. Un comienzo seguro: la mañana.

Como si el tiempo fuera una figura que puede dividirse. Una forma posible, y no vendavales y nieves oscuras, hambre y cólera, donde su esencia es siempre lo que fui.

La realidad es sólo lo que digo, y el tiempo, una manera de seguir creyendo que la realidad estaba allí, esperándome -precisamente a mí- desde ayer.

La imaginería del hombre no tiene límites. Su locura es infinita.

Es capaz de creer que los secretos se guardan en el corazón.

Es capaz de creer que la verdad es más de lo que es: Instante, en la producción de cualquier obra, de cualquier amor.

Tiempo de locos, este tiempo, donde ni yo existo.

Álgebra marina, álgebras y vientos del mar, y pequeñas historias. Pequeñas y misteriosas historias, entre las que se oculta la cifra secreta de mi ser.

Mientras escribo, siempre me acosa la misma preocupación: escribir algo que se entienda.

Me miro y se me nota. Soy exactamente una encrucijada. Un tironeamiento visceral, contra otro tironeamiento visceral. En la misma mirada, dos odios, dos amores.

En el mismo fuego, dos llamaradas, dos cenizas.

Cuando la sangre acontecía, era contra la propia sangre. Tan roja una como otra. Turbulentas manos, con un esfuerzo comparable a morir, desarticulan el mecanismo:

El número dos no existe, es siempre, un desdoblamiento de la imagen.

¿Escribir es parte de la farsa o escribir es mi superioridad, mi hombría?

Al borde del descuartizamiento,

un hombre debería gritar, pidiendo socorro,

un hombre debería gritar, pidiendo

un hombre debería gritar,

un hombre debería

un hombre

Y, sin embargo, un hombre también es: una caída estrepitosa, un amante de su propia masacre, un exquisito recuerdo de sus desgarramientos. Una historia que se viene repitiendo desde siglos.

Encuentros desesperados, no tengo más, en general, no tengo encuentros. Todo estalla. Todo es sublime.

El cuerpo y la palabra, así escritos son, debemos saber, bordes de una dialéctica.

Y en esa endemoniada lucha, entre la existencia y la esencia, siempre triunfa: La realidad. La verdad. El síntoma.

Hombres, mujeres, encaprichados, en las famosas y viejas relaciones, entre libres y esclavos. A mí, me gustaría comenzar todo de cero. Frente a ese vacío. Frente a esa imposibilidad. Humos y barbarie. Y una lenta tarde, donde todo transcurra como si fuera poco, como si fuera lejano su transcurrir.

Brisa marina, arcángel de la noche. Toco su boca, perfume y violencia entre las tinieblas.

Desencadeno en mi ser, los ritos del amor. Vendimia seca. Florezco entre tus jugos.

Entretejo mi vida entre tus helechos. Ancla y mar, tus olores, tus peces abiertos y desordenados.

Ojo de bestia. Vaca. Vaca de la soledad.

A veces pienso que lo mejor es, beberse salvajemente los néctares.

A veces pienso que lo mejor es, comerse salvajemente los frutos.

Tengo conmigo, lo sé, frutos y néctares, para comerme y beberme salvajemente. Y, sin embargo, escribir siempre es, una alegría para el corazón.

Emerger de las sombras, emerger de las sombras del mar. Canguro acuático.

Horas de una vida siempre desesperada y viva. Pequeñas palabras, irán haciendo el mundo. Tercos galopes, irán cubriendo las distancias. Entre bellezas marinas rasgo tu piel, escenifico mi vida, en los contornos de tu ritmo, te detecto imprecisa, entre las leves hojas de papel.

Al viento. Al tiempo. A la poesía.

Tenaz entre tus muertos, loca y viva, iridiscente ojo molecular, llama de amor, la poesía, tenaz, álgebra purificadora, ardiente antiséptico contra los pequeños animalitos del bosque.

Nervio nocturno y luz, músculos y masacre, carnes, vendimias de la carne, la poesía, en el futuro, contra lo que pueda oler a podrido.

Al viento. Al tiempo. A la poesía.

Rosas ambarinas y, también, rosas de colores comunes y espinas de rosas sanguíneas y carnosas. Y también espinas salvajes de una perfumada rosa blanca, -como alguna vez ocurrió- antiguas y delicadas, espinas del amor. Corona de espinas enamoradas sobre la cabeza del pequeño niño dicelotodo.

El poeta, fiel y empecinado corruptor del sentido. Soldado de lo inevitable. Sombra expectante sobre todo. El poeta, pequeño niño, no se sostiene sobre sus piernas. No sabe lo que quiere. Es arrastrado por el afán social que pesa sobre él de denunciarlo todo. Y en cada denuncia, en cada encuentro con la verdad, es todos, vale decir, ninguno.

Su ser, escandaloso y solitario a la vez, vaga sin saber. Hilo de agua, tenue y vivaz entre las montañas, horadando las piedras.

El poeta, una vejez y su vértigo. Una juventud y su decadencia. Siempre un punto fijo, una detención sublime, para que el mundo gire por un instante, enloquecido, a su alrededor. El poeta añora la libertad.

Hay días en que quiere morir. El brutal encadenamiento sólo le permite, pequeños y, por qué no decirlo, reglamentados movimientos. Entre la poesía, diosa indiscutible, o bien, serpiente única capaz de ahogar mil páginas en un verso. Metáfora ardiente de todo lo vivido. Y el límite que impone lo social; sumergirse, entre las máquinas y sus desperdicios.

Hombres de plástico. Gobernantes perversos. Niños asesinados a patadas antes de nacer. Pequeños navíos de la alegría, hundidos antes de zarpar. Y sumergirse, en toda la inmundicia que transcurre en las cloacas y, también, en los blancos hospitales, en los dormitorios mejor arreglados, y en el lento transcurrir de las horas.

En la serena tarde donde un crimen se hace pedazos contra el sol. En los baños, en los baños públicos donde el olor es lo que finalmente mata, o bien, en los baños de las iglesias donde la purificación cobra sus víctimas.

Y las inmundicias transcurren sobre todas las cosas humanas.

Y el poeta transcurre sobre todas las inmundicias. Pequeño niño dicelotodo, transcurre entre la mierda sublime de los grandes dioses, o bien, tenues cagaditas de algún ave de paso.

Y lo social, decíamos, y el contenido arrasando con las formas. Y las formas deteniendo en su precisión, en su perfecto mecanismo de relojería, los gritos deformes del hombre.

Meter en una jaula su propio corazón desesperado. Fijar, como se fijan después de muertos, los órganos podridos. Silenciar, para siempre, las inquietantes imprecisiones del amor.

El amor, alegría y blasfemias, pequeños dioses impotentes, luchando vanamente contra demonios, siempre invencibles, cuando se trata del amor.

Fuego y luz.

Apocalípticos demonios de la sangre, donde la palabra pierde su poderío.

Demonios enloquecidos por el hambre, devoran, pequeños dioses preocupados en cuidar las formas.

Y todo es estallido, cuando la magia nos acompaña hasta los confines del miedo.

Bajo el sol, contra el sol, o bien, un sol saliendo de mi pecho, o multicolores soles acuáticos y jóvenes y arrogantes soles, precisamente a causa de esa juventud.

Y un sol, pequeño y fulgurante entre mis labios. Incendio. Luz. Fuego entre los fuegos. Vertiente incontenible de calor.

Cien mil grados, derritiendo a los pequeños dioses de la moral.

En mi cuerpo, fríos metales caen. Heladas nocturnas detienen por un instante, su filo mortal.

El silencio se parte y los espejos, no pueden reflejar tanta luz.

Desierto y sed, y los últimos barrotes de la cárcel -tu propia mirada-, ceden, frente a lo que ya no se puede nombrar: ha pasado el amor.

Yo también soy un hombre. Dejo que el resto lo vaya produciendo, una infinita conversación entre todos.

Blancos y corpulentos caballos, sobre verdes praderas, corriendo alegremente, casi sin darse cuenta, contra el viento.

Nunca un ser humano me hizo verdaderamente mal. Estoy agradecido. Estoy contento.

Soy, un perfecto idiota entre la espesa niebla.

Mis ideas, ya no necesitan, ni siquiera de mí.

MIGUEL OSCAR MENASSA

Del libro “Grupo Cero ese imposible y Psicoanálisis del líder”

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